Mis 36 horas de infierno con los Boinas Verdes.

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Más de 400 soldados se presentan cada año a las pruebas. De ellos, apenas 150 superan la primera criba. A la siguiente fase, en un gélido campo de entrenamiento de Jaca (Huesca), llega medio centenar de aspirantes. Y, de ellos, sólo la mitad aprueba el curso de ingreso en el Mando de Operaciones Especiales (MOE). Los mejores entre los mejores. Dos docenas de titanes. Así son las pruebas para ingresar en las boinas verdes. La ultraélite del Ejército español. Este año, 55 personas -54 hombres y una mujer- alcanzaron la última fase de las pruebas. Y, en una excepción sin precedentes, permitieron que un periodista les acompañara durante 36 horas de maniobras. El objetivo: averiguar si un hombre medio podría soportar las pruebas de ingreso a este cuerpo especial. Y aquí estoy yo, a la una de la madrugada, reposando en mi barracón tras la primera jornada de pruebas. Tengo el cuerpo magullado y el dedo dislocado por una caída. No es algo novedoso, ni meritorio, ni siquiera especial entre mis compañeros. Así de vapuleados se acuestan cada noche los aspirantes a ingresar en este cuerpo del Ejército Español.

«No hay superhombres en los grupos especiales de las Fuerzas Armadas», mantienen en el curso de formación del MOE. Ni quieren encontrarlos. Es una constante que repiten como un mantra. Tampoco hay un sargento Hartman como el de La Chaqueta Metálica (1988) que coja ojeriza a un recluta patoso y le lleven a un límite del que no hay vuelta atrás. Mentiría si dijera que la ironía de los instructores no tiene cierto tono metálico. Cierto, no llega al mítico «Voy a hacer de ti un hombre aunque sea más difícil que encogérsela a los negros del Congo» de la película de Stanley Kubrick. Pero sí que lanzan pullas, por ejemplo, cuando uno de los soldados sólo consigue 10 puntos de 50 posibles con cinco tiros: «¿Qué está usted haciendo: disparando o tirando las balas con la mano? Con la crisis el Ejército no puede permitirse este derroche...».



El Mando de Operaciones Especiales, más conocido como los boinas verdes o los guerrilleros, es el cuerpo de élite del Ejército español. Lo componen unos 900 efectivos y son especialistas en varias disciplinas: supervivencia, escalada, paracaidismo, tiro y combate en cualquier superficie... Tienen el cuartel en Alicante, aunque parte de la preparación la realizan en la Escuela Militar de Montaña y Operaciones Especiales en Jaca. Sus misiones siempre son las más complicadas, de ahí que su preparación también sea la más exhaustiva. Tanto para los mandos (el curso es aún más duro que el de tropa) como para los soldados... y también para periodistas incautos que deciden probarlo. 

Puedo decir, como hombre medianamente deportista, que lo más destacable de estas pruebas es que te hacen sentir que llegas por primera vez a tu límite físico. A las náuseas previas a desmayarse por el esfuerzo. A un punto al que normalmente ni te acercas porque siempre paras antes, porque nada te obliga a continuar y, principalmente, porque no eres tonto. Incluso usas trucos psicológicos para engañar a la mente: concentrarse en la pisada del compañero precedente, pensar en el planning futuro de la semana, contar hasta cien... Nada funciona. Sólo hay un pensamiento: no puedes más. Y sólo una respuesta: hay que seguir. Aunque parezca increíble, lo consigues.

Si se trata de convertir este esfuerzo en distancias, la cuenta queda así: cinco kilómetros de carrera cargado con 20 kilos de equipamiento militar, otros cinco recorridos de varias pistas de entrenamientos con siete obstáculos, un rappel de 20 metros, más tres chapuzones en agua helada y dos estímulos positivos por haber fallado en los requerimientos básicos del cuerpo. Una tortura física que te endurece lo suficiente como para no derramar ya ninguna lágrima en comedias románticas e, incluso, te induce a ir por la calle en plan El caso Bourne (2002), analizando las fortalezas y debilidades de los transeúntes y cómo tendrías que afrontarlas en caso de tener que enfrentarte a ellos. Creo que me acabó creciendo más vello por la testosterona acumulada. Y puedo afirmar que resulté un recluta menos patoso de lo que cabría esperar. La queja sistemática resultó mi divisa pero, ¡qué menos!

El día comenzó con disparos. Muchos, quizás demasiados, pero no se me dio mal del todo: en una de las tiradas obtuve 48 puntos de 50. Eso sí, en la primera, por nervios o por simple estupidez, me salté una orden directa, disparé una bala de más (seis en lugar de cinco) y el traspiés provocó la peor represalia posible: tuve que correr junto con otros siete compañeros desde el cementerio de Jaca hasta el lugar donde se sitúa la Escuela Militar de Montaña y Operaciones Especiales. Fueron casi cuatro kilómetros de subida cargado con la mochila de maniobras, el fusil y el chaleco que se lleva en las operaciones militares, que pesa como un muerto. Pasé todo el camino -casi media hora- rumiando el porqué de todo ese material y soportando una calor impropio del invierno, aumentado exponencialmente por las capas que tuve la imprevisión de ponerme para soportar la montaña aragonesa. Era sólo mediodía

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"QUE TE VEAN SONREÍR"
Hubo mil y una tentaciones de abandonar, pero el grupo lo impedía. «Venga, vamos», me decían. Me exhortaban a continuar, me animaban, me dejaban marcar el ritmo para no morir y me decían una frase que era la única que impedía mi abandono. «Trae que te llevo tu equipo», me ofrecieron más de una vez. En ese momento me planteé el compañerismo que se vive en el Ejército. Para un tipo que se libró de la mili por unos años y que escuchaba a sus familiares hablar de las amistades de ese período vital, este instante tuvo algo de nostálgico. Y cuando terminó, de glorioso. Llegado el momento de presentarse a los oficiales y los compañeros, me decían: «Sonríe, que te vean sonreír». Pero, para que engañarnos, no quedaban fuerzas ni para mover las cejas. Menos mal que tocaba comer justo después de esa tortura. Eran las dos de la tarde y no tenía fuerzas ni para coger la bandeja y, si se apura, ni para masticar. Eso sí, bebes hasta hartarte porque la carrerita había dejado todo el líquido corporal en la camiseta en forma de sudor.



De agua, por otra parte, íbamos a ir sobrados en las siguientes pruebas. Tres chapuzones como tres soles en piscinas de agua helada. Y eso que sol, precisamente, no hacía. El primero, por fallar en la limpieza de armamento (tercer reto del día tras el tiro y la carrerita), a las 18:00. El segundo, porque el cámara del vídeo que acompaña este reportaje en la web se olvidó de grabar ese momento de castigo y hubo que repetirlo. Y tercero: porque los excesos del día no dejaron fuerzas para completar la pista de entrenamiento americana de la Escuela. La última (y temida) prueba de la red mandó mis huesos al agua de abajo. 
En Jaca. En invierno. A medianoche... No hay más preguntas señoría.

Saltar, trepar, correr... Todo iba bien hasta que no tuve manera de superar el volteo en la red, a cuatro metros de altura sobre agua helada. Una maniobra en la que falló también un tercio de la compañía. He de admitir que esto te genera, en los adentros, un poco de alivio. El conguito (una red de alcantarillado por la que hay que deslizarse superando obstáculos) resultó más sencillo que la maldita red. Eso sí, la ruta que eligieron debió de ser nivel periodista, porque la cúpula de la escuela comentaba que han llegado a tener soldados ahí metidos por espacio de tres horas. Tres horas sin ver un carajo y en un espacio en el que sólo cabes tumbado. El truco es cerrar los ojos, tomárselo con calma y respirar hondo. Yo tardé 25 minutos y se me hicieron eternos. Sobre todo, viendo la cama tan cerca.

Al fin era la 1:00 y tocaba ir al barracón a descansar. 55 soldados arrastrando todos los olores del día y alguno más. Aprovechando para hablar con la novia, el novio, la familia o los amigos. El cuarto de baño, único lugar con enchufes, parecía una tienda de móviles con decenas de aparatos cargando las baterías. El retrete, el de una gasolinera. Mientras, con los compañeros de la camareta, compartías impresiones del día. Al contrario que en el colegio, en el que se aprovechaba para criticar a tal o cual profesor, allí escuchas orgullo, consejos y frases como «esto es lo mejor que te puede pasar». Por si a alguien se le olvidaba que esto es voluntario, que es un cuerpo en el que susurran que «en el ejército están los guerrilleros y todos los demás» y que, año tras año, arrasan en el Test General de Condición Física, unas pruebas de nivel que realiza cada cuerpo del Ejército.



Al amanecer tenía un dedo de la mano izquierda como la porra de policía por la caída de la red de la noche anterior. El dolor me recuerda lo que pasó: pese a que la gravedad ya estaba actuando, intenté evitar la caída por puro instinto agarrándome de nuevo a la malla. Mala idea: me disloqué el dedo. Y, encima, la actividad matutina era hacer rappel. Menos mal que, gracias a un maestro de montaña increíble y al freno de seguridad que se utiliza en esta disciplina completé los 20 metros de una manera más que digna.

Así lo fue la estancia entre reclutas de un periodista: digna. Es un orgullo que te permitan colarte en algo tan exclusivo. Lo intentó un conocido programa de televisión con una reportera al frente, pero la Escuela no aceptó la oferta. Esto no es para cualquiera. «Reducimos a las personas al límite», dicen. A fe que lo hacen. Sólo 20 personas sobreviven a esta tortura perfectamente diseñada. En la que duermes las últimas semanas una media de cuatro horas. «Sé parco en palabras, que los hechos hablen por ti; si crees que eres el mejor demuéstralo sin olvidar nunca que eres uno más», reza su lema. A mí me dejaron ser uno más. Ni me acerqué al mejor. Pero, al menos, conseguí pasar el reto. (Jesús.R.G.)


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