El cielo ha dejado de amenazar lluvia. Por delante, 30 millas de navegación con una mar rizada y viento suave. Son cerca de las doce del mediodía y el portaviones 'Juan Carlos I' pone rumbo a Motril a 18 nudos de velocidad (33 km/hora). En el puente de mando, el trasiego es incesante. La oficial de derrota (es una de las cuatro mujeres oficiales que tiene el buque y coordina la travesía) recibe las órdenes del comandante y se las traslada al timonel.
«El primer movimiento siempre es separarnos del muelle y una vez obtengamos más espacio para maniobrar y podamos meter más velocidad, pasaremos a configuración de navegación. ¿Qué necesito de vosotros? Buena coordinación y con tranquilidad. Nada más. Cuando sea el momento, a los puestos y a funcionar», ordena el capitán de navío Francisco José Asensi, comandante del LHD (L-61) 'Juan Carlos I'. Es el buque insignia de la Armada. Nunca España había tenido un barco de guerra tan grande y con semejantes capacidades. Porque, aunque no responde a la configuración estricta de portaviones, la suya lo convierte en un barco versátil con capacidad para operaciones aéreas, pero sobre todo para realizar misiones anfibias (es, por ejemplo, capaz de transportar a una fuerza de Infantería de Marina para realizar un desembarco); de proyección de fuerza (trasladando militares a un escenario en conflicto) y de ayuda humanitaria. Fue entregado a la Armada española en los astilleros de Navantia en 2010 en presencia de su epónimo, el rey emérito.
Se siguió así la larga tradición de la
Armada de asignar a uno de sus buques principales el nombre propio del
monarca reinante, mantenida desde la llegada de la Casa de Borbón al
trono de España a principios del siglo XVIII. Pertenece a una nueva
generación de portaviones después de que su antecesor, el 'Príncipe de
Asturias', fuera dado de baja en 2013. Había acumulado una hoja de
servicios impecable durante 25 años, con misiones en la primera Guerra
del Golfo y el conflicto de Yugoslavia, y teniendo en su tripulación al
actual rey Felipe VI durante su formación como alférez alumno de la
Armada. Pero fue imposible estirar su vida útil por motivos
presupuestarios y acabó en Turquía desguazado como chatarra. Triste
final. No obstante, algo queda de él en el nuevo portaaviones: algunas
de las 'metopas' (placas de agradecimiento) que colgaron de sus paredes y
una alfombra de bronce a la entrada de la cámara de los oficiales, en
la que se lee 'Príncipe de Asturias'. En esta sala, en la que cuelgan
algunas marinas y hasta un cotizado cuadro de Revello de Toro con una
imagen de la Virgen de la Soledad (regalo de la Cofradía de Mena de
Málaga), los oficiales descansan viendo la tele, echando una partida de 'Risk' o tomando un café.
Navegación nocturna
La
navegación del 'Juan Carlos I' hacia Motril se inicia con incertidumbre
desde su salida de la base militar de Rota, donde tiene su atraque.
Tras la revisión hecha a los motores en tierra, toca ponerlos a prueba
en el mar. Los mandos no las tienen todas consigo. De hecho, cabe la
posibilidad de tener que regresar a puerto si las cosas no salen bien.
«Cada cierto tiempo se le hacen unas comprobaciones rutinarias, como la
ITV de los coches, pero en esta ocasión ha habido un retraso en la
adquisición de las piezas necesarias para su puesta a punto, de ahí que
hayamos tenido que posponer un día las jornadas de puertas abiertas en
Motril», justifica el teniente de navío Carlos Sánchez Riezu. Allí, ya había inscritas más de 14.000 personas para visitarlo. La expectación era máxima. Nada podía fallar.
Finalmente,
amarró en el puerto granadino a las ocho de la mañana del viernes, Día
de la Hispanidad, después de 18 horas de travesía a través del Estrecho
de Gibraltar y bordeando la costa africana durante la noche. La
singladura se aprovechó para realizar ejercicios cotidianos a bordo, que
la dotación repite una y otra vez, casi hasta la saciedad, para que
nada ni nadie falle en un escenario real. «Alerta amarilla. Aproximación de aeronave sospechosa. Todo el mundo a sus puestos»,
advierten. Es un simulacro, porque en realidad el que se acerca es el
emblemático avión de la Armada AV-8B Harrier, que tiene previsto su
aterrizaje en el portaaviones para ser exhibido durante los tres días de
puertas abiertas en la ciudad granadina. Junto a él lo hacen cuatro
helicópteros, dos H-500 de la Sexta Escuadrilla y otros dos SH-3D de la
Quinta.
El barco tiene
unas fases de adiestramiento programadas en las distintas áreas para
lograr la certificación del Centro de Valoración y Apoyo a la
Calificación Operativa para el Combate (CEVACO) que realiza un organismo
nacional dentro de la Armada, pero que es externo al barco. Son
evaluados cada dos o tres años de acuerdo a unos parámetros a cumplir.
«Una vez que el barco está certificado, ya está listo para salir a
cualquier misión», explica el capitán de corbeta David Méndez. Es la
esencia de los ejércitos actuales: preparar, adiestrar y certificar sus
dotaciones para tenerlas listas por si el Estado Mayor de la Defensa las
requiere para cualquier misión. Mientras tanto, estas maniobras forman
parte de la rutina. «Me adiestro, me adiestro, me adiestro para combatir; para combatir como me adiestro», recalca David Méndez.
Diana y desayuno
El
toque de diana llega por megafonía a las 7.00 horas en punto. «Diana,
diana. Aseo personal y arreglo de camas. Comienza el desayuno con
preferencia para cocineros, rancheros y personal de vigilancia
entrante», avisan a toda la dotación, formada por cerca de 300
tripulantes (en esta ocasión el rol consigna 284 personas). Aunque es la
habitual, este portaaeronaves tiene capacidad para albergar hasta 1.435
almas. «El nivel actual de sofisticación de los equipos nos ha
permitido una mayor automatización, por eso la dotación del 'Juan Carlos
I' puede parecer pequeña», aclara el comandante Francisco José Asensi,
quien el pasado mes de junio tomó el mando del buque. «Profesionalmente,
es un sueño, pero además es un privilegio y una gran responsabilidad
dirigir a este equipo de profesionales. Todo un desafío», afirma.
Sus
sueldos oscilan entre los mil euros de un marinero raso hasta los más de 3.000 que puede cobrar el comandante.
«Todo está en función de los trienios y los complementos, pero estamos
en el margen de cualquier otro profesional de las Fuerzas Armadas»,
precisa Asensi. Una parte de la
tripulación se dirige a sus ocupaciones, mientras el resto descansa. El
día se divide en cuatro turnos de seis horas;el primero se inicia a las
ocho de la mañana. Media hora antes empieza a servirse simultáneamente
el desayuno en los cuatro comedores, separados por rango (marinería,
infantería de marina o tropas de desembarco, suboficiales y oficiales). A
los oficiales de guardia se les reconoce inmediatamente, ya que todos
llevan colgada la 'gola', una especie de collar dorado y metálico que
antiguamente se usaba para protegerles el cuello de posibles ataques. «Se nos identifica por eso y también por la mala hostia que llevamos por tener que hacerla», bromea un mando.
En el comedor de
marinería, la dotación aguarda cola para coger su bandeja y servirse. Un
enorme televisor de pantalla plana, que casi nunca se enciende, preside
la estancia. Lo flanquean un retrato del rey Felipe VI (pequeño en
comparación al tamaño del plasma) y un reloj digital para que nadie se
despiste con el horario de las guardias. En el menú, rebanada de pan
(hecho diariamente en las cocinas del barco) con mantequilla y
mermelada; cereales, galletas y bizcochos. El café y la leche se la
sirve cada uno a su gusto y, a elegir, también hay café descafeinado y
Cola-Cao. Hasta 50 litros
de leche se pueden consumir cada mañana. Una vez terminado, toca recoger
cada uno su bandeja y reciclar: papel por un lado, latas y plástico por
otro.
En cocina, no han terminado con la primera comida del día cuando
ya preparan el almuerzo. Allí, un cabo, cuatro marineros y tres
cocineros elaboran diariamente hasta 70 'bollas' (barras grandes de pan)
que trocean para acompañar el rancho, compuesto de ensalada de lechuga y
tomate; un contundente potaje de alubias y morcilla en su punto de
sabor, y merluza en salsa. Para beber, agua o refresco de cola. «Así
como el pescado no suele gustar mucho, los guisos que hacemos les
encantan», presume orgullosa la cabo primero María José Roldán mientras
remueve el puchero para que no se pegue la crema de verduras que ya
elabora para la cena, junto con los 25 kilos de arroz cocido que
acompañarán de guarnición a los pinchitos. Por la noche sí hay postre.
En esta ocasión, natillas. «La comida de rancho tiene mala fama, pero eso es un mito», se apresura a desmentir el teniente de navío Sánchez Riezu. Las cantidades
que se consumen en una mole de 27.000 toneladas como esta asustan. Solo
en detergente para lavar los distintos uniformes (de embarque, calle y
gala), ropa de cama y toallas, se pueden gastar cerca de 20 litros diarios entre las dos lavanderías, que suman seis lavadoras grandes, otras dos pequeñas y seis secadoras.
Cuatro cubiertas
Pero
el buque más grande de la Armada española, tan largo como dos campos y
medio de fútbol y tan alto como un edificio de 10 plantas, dista mucho
de los enormes portaaviones nortamericanos. También es más barato y
versátil. Mientras que el 'Juan Carlos I' costó 350 millones de
euros, EE UU ha invertido 13.000 millones en su último portaaviones, el
'USS Gerald R. Ford'. No obstante, solo arrancarlo, con toda la tripulación a bordo, cuesta 80.000 euros.
En el barco español, la primera cubierta tiene un dique inundable, que facilita la entrada y salida de las cuatro lanchas de desembarco (LCM) estibadas, con capacidad para dos carros de combate cada una. En este enorme hangar situado en la popa del buque se guardan, además, los vehículos pesados destinados a esas misiones anfibias, hasta 46 carros de combate Leopard. Sobre este nivel se encuentra la zona de habitabilidad, que comprende los alojamientos de la tripulación, cocinas, comedores, el hospital, el gimnasio y las cámaras, salas de estar para la dotación y separadas por rango. La tercera cubierta está ocupada en su totalidad por el hangar principal, donde se guardan los vehículos ligeros y las aeronaves, por ser la más cercana a la cubierta. Puede albergar hasta 19 cazas de aterrizaje vertical AV-8B Harrier II Plus, 30 helicópteros de tipo medio o 10 helicópteros pesados CH-47D Chinook. La última cubierta, a la que las aeronaves acceden a través de dos enormes ascensores, es la de vuelo, de 5.440 metros cuadrados y con una rampa Sky-Jump de 12 grados para facilitar el despegue de los aviones tipo STOVL (capaces de alzar el vuelo tras una corta carrera y de aterrizar en vertical).
Sin duda, todo un hándicap para el buque insignia de la
Armada española, dado que su docena de aviones Harrier están ya pidiendo
pista y con fecha de caducidad en el 2020. Pocas aeronaves de ala fija pueden aterrizar en la cubierta de vuelo del 'Juan Carlos I':
los V-22 Osprey y los cazas F-35B. Todo apunta a que estos últimos
acabarán sustituyendo a los Harrier, pero está por ver si será posible
comprarlos, ya que cada uno cuesta entre 90 y 130 millones de euros. Desde el primario
de vuelo, que es como la torre de control de un aeropuerto y está junto
al puente de mando, se controlan las 'tomas' (aterrizajes) y despegues;
las aeronaves que están en las proximidades del barco, y los
movimientos de las que hay en la cubierta de vuelo. Esta última es una
de las zonas de trabajo con más riesgo, donde sopla un fuerte viento,
hay muchas tareas a realizar por numerosas personas y el movimiento de
aeronaves implica un gran peligro por los rotores, las toberas y el
manejo de combustible. Los protocolos de seguridad aquí son estrictos.
Uno inexcusable es el paseo FOD ('Foreing Object Damage'). Se realiza
cada vez que hay prevista una operación de vuelo para evitar que un
objeto extraño pueda dañar el motor de una aeronave al ser succionado
por éste o pueda lanzarlo sobre algo o alguien.
Por eso, el personal de cubierta no puede llevar nada susceptible de perderse
y, de forma periódica, el personal se despliega a todo lo largo de la
cubierta, de proa a popa, para ir recogiendo cualquier cosa que
encuentren a su paso. Todos llevan chalecos, que pueden ser de seis
colores diferentes para distinguir las funciones que cada uno realiza en
cubierta. Son los 'Rainbow Warriors'. Dado los riesgos
que acarrean las labores en este portaeronaves y su adaptación a
misiones humanitarias, en su construcción se contempló un hospital
puntero con sala de diagnóstico, dos quirófanos (general y de traumas),
sala de analíticas, farmacia, sala de infecciosos, una UCI y una
consulta odontológica. «Es sumamente importante, sobre todo para
los pilotos, a los que cualquier cambio de presión les puede causar un
fuerte dolor y provocar un accidente», advierte el enfermero
Juan Pablo Cotorruelo, quien destaca su conexión al hospital Gómez Ulla y
el sistema que tienen para extraer oxígeno del aire y mantenerlo en
tanques de hasta 300 litros.
El toque de queda
Todos
los sistemas del barco (eléctrico, hidráulico, contra incendios,
refrigerantes o motores) se controlan desde la sala de máquinas a través
de un potente software de producción nacional. «El 99% del barco es
eléctrico. Esa energía la producen dos motores que generan 7,7 megawatios cada uno;
una turbina, de potencia similar a la que puede tener un avión, y un
sistema generador como el de una refinería. Pocas armadas lo tienen en
el mundo. Con esa cantidad de megawatios podríamos alumbrar la ciudad de
Córdoba. No es poca cosa», presume el teniente de navío Rodríguez.
El buque dispone
de seis plantas osmotizadoras que producen 24.000 litros diarios de agua
potable para aseo, cocina y limpieza del barco. Para caso de incendio,
cuentan con un colector de agua salada, espuma y agua nebulizada. El
barco está dividido en cuatro zonas de fuego, con sus compartimentos y
mamparos estancos para aislar las llamas. Además, cuenta con siete
miniestaciones de bomberos para atender cualquier accidente en sus
diferentes secciones. No se escatiman medidas de prevención. Hasta el suelo, de color azul oscuro, tiene un pequeño moteado en blanco que evita la propagación del fuego.
La protección se extiende a los camarotes, donde todos los colchones
están protegidos por unas fundas gruesas de material ignífugo.
En cuestión de alojamiento, también hay clases. El camarote de los oficiales es personal y tiene el baño dentro;
el de los suboficiales puede ser compartido por dos o cuatro personas, y
la marinería se instala en los sollados, estrechos habitáculos con
literas en los que pueden llegar a dormir hasta 15 personas. Todos los
camarotes tienen anclajes para fijar las sillas en caso de mala mar y
disponen de un equipo de protección individual (EPI) con una máscara de
oxígeno para usar en caso de incendio. Acabada la
jornada, llega el toque de queda. Son las 19.56 horas. «Ha sido el
ocaso. Atención, oración». La plegaria, acompañada de música, reza: «Tú dispones de viento y mar y haces la calma y la tempestad, ten de nosotros piedad, piedad Señor, Señor piedad».
Todo el interior del barco cambia su iluminación a una tenue luz roja
para mantener una mínima visibilidad durante la noche. Los altavoces
enmudecen: «'Juan Carlos I'. Buenas noches». (Jesús.R.G.)
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